sábado, 13 de marzo de 2010

LOS DOS TERREMOTOS



EDITORIAL DE EL SIGLO


Edición Nº 1497 .

Que el país sería otro desde el 11 de marzo, es algo del que todos estaban notificados. El retorno de la derecha a las palancas de mando del Estado, esta vez casi sin contrapeso, es un dato de relieves históricos cuyo significado y alcances sería absurdo y vano disimular.

Al “terremoto” político de la segunda vuelta se agregó, también todos lo saben, el hecho contundente del sismo más grave de nuestra historia.

A las discusiones, con reyertas incluidas, sobre las causas de la derrota electoral de un bloque que pudo mantenerse durante dos décadas en el poder, se superpone ahora la querella de las imprevisiones, las fallas, las debilidades de los responsables públicos ante el terremoto del 27 de febrero.

Cabe la pregunta: ¿qué Chile fue el que hizo posible el triunfo de las fuerzas políticas más retrógradas, precisamente aquellas que conformaron su identidad al amparo de la dictadura y se reconocen en ella, aceptando su modelo y sus formas de dominio político, ideológico y social?

A tal pregunta, caben entre otras respuestas aquellas que nos aproximen a un diagnóstico de lo ocurrido desde septiembre de 1973, con la pérdida de las identidades de clase, en las filas del mayoritario pueblo; junto con el sometimiento y aprovechamiento del Estado por parte de una burocracia invasora pronto convertida en propietaria de los principales medios de producción y de ganancias financieras y especulativas.

Lo relevante, y a ello deberíamos invitarnos a reflexionar, es que ese mismo Chile que le entregó a la derecha un gobierno al que durante medio siglo sólo pudo acceder mediante un golpe de Estado, es el que ha resurgido más visible que nunca desde las ruinas del fenómeno telúrico de febrero.

La derecha pinochetista, y sus herederos más o menos confesos de hoy, privatizaron todo lo que pudiera ser fuente de ganancias. Aparentaron disminuir el tamaño y quitar roles al Estado. Lo intervinieron en sus funciones más íntimas, como las de educar a la niñez y juventud y sanar a los enfermos. Pero al asumir como función privada lo que era y ha sido siempre de esencia pública, no estaban sino extendiendo las redes de “su” Estado, como lo muestran los innumerables ejemplos de su “vocación” por la educación, por puentes y carreteras –todas, concesionadas-, por la “administración” de los ahorros de los trabajadores, o la captación de recursos públicos hacia el sistema de clínicas y hospitales privados.

Un Chile así privatizado, así concesionado, así desmembrado y hasta descerebrado, y que sólo se movía al ritmo y medida de los intereses de un grupo privilegiado, un país así fue el que sufrió la embestida de las fuerzas desatadas sobre su débil geografía ese amanecer del 27 de febrero.

Porque si bien es cierto que sería un descomunal disparate acusar de la tragedia reciente al modelo neoliberal, sus conductores y beneficiarios, también lo es que sería un olvido garrafal, un ocultamiento impúdico, no subrayar sobre qué bases estaba “dislocada” la sociedad chilena esa misma madrugada.

Y es que no es lo mismo golpear al que está de pie que ensañarse con el caído.

Pero el que se hallaba caído puede levantarse.

Hay momentos en la vida de cada uno, y también los hay en la historia de los pueblos, en que superar las inclemencias de los elementos así como los desastres de la historia es urgente e imprescindible: les va en ello la vida.

Hacer sabiduría de la experiencia, es condición indispensable para no recaer en los mismos errores; los que en algunos casos, bien lo sabemos nosotros los chilenos, suelen ser “horrores”.

Es claro que hay que edificar con más tino y honestidad; es claro que hay que tener fuerzas armadas bien preparadas y no sólo equipadas hasta los dientes para hipótesis de guerras que debiera tenderse a superar mediante una buena vecindad; es claro que hay que tener una política de poblamientos costeros compatible con nuestra índole sísmica. Pero también es claro que hay que rescatar el Estado y reinstalarlo en sus funciones privativas de dominio de las comunicaciones y de las redes viales, con un sistema de salud nacional compatible con nuestras realidades, con propiedad soberana sobre recursos como el agua y la electricidad, así como otras fuentes de energía; con ingresos suficientes –vía renacionalización del cobre, por ejemplo- para implementar planes de desarrollo regionales y locales que disminuyan hasta donde sea posible las consecuencias de una catástrofe sobre las vidas de millones de chilenos.

En malas manos cayó este Chile herido por el terremoto. Reconstruirlo con las lógicas del Chile caído, de las carencias puestas a la luz del día, no sería sino anticipar el escenario de una nueva tragedia.

Hay que ponerlo todo en discusión, extremar el uso de las armas de la crítica. Exigir la verdad y toda la verdad, pero dotando a la gente de las herramientas de un juicio imparcial e ilustrado. No nos sirve ningún monopolio, no es funcional la mentira concentrada en tan pocos medios, CHV incluida. Nos hallamos ante una encrucijada histórica y el pueblo debe decidir su camino. Sólo la lúcida organización solidaria, la unidad social y política de los sectores no contaminados por el morbo neoliberal –sectores que, sin duda y más allá de eventuales preferencias electorales, son la inmensa mayoría del país- hará posible una reconstrucción que sólo será tal si su signo es amplia y decididamente democrático.

EL DIRECTOR

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